domingo, 13 de octubre de 2013

Abismo



Es cierto.
La poesía es el abismo.

Ella sabe mis lenguajes.
Ella sabe de la abrasadora ligadura blanca de la luna,
me muerde y me roza en mis umbrales blandos.

La poesía es la piel.

Asomarse a ella es abismarse.
Asomarse a ella es
despeñarse hacia ese maldito temblor
que acecha siempre detrás de lo visible.

A veces tengo la impresión de que la poesía aguarda delante de mí con la boca muy abierta,
y tiene unos dientes preciosos.

Yo no creo en el alma, entendéis. Creo en la eternidad porque no soy de aquí,
de este lugar que respira tan bajo.
Yo soy de un lugar en el cual la estirpe de la tormenta
hacía incendiarse el horizonte con su risa.

Alguien me tiende un verso y de pronto me desgarro los labios
en una carcajada regia
descomunal
tan magnífica y desarticulada e inmune y líquida
que se parece enormemente al llanto.

Así sucede. Es tan sencillo.

Animal inmenso, animal rojo y blanco y plata como un holocausto
el gris de sus cenizas es el gris
que podrías lamer eternamente
el gris con el que te pintarías la boca para invocar antiguos nombres.

Detrás de la poesía está el sentido.

Elijo olvidarlo, maldita sea, lo entendéis
pero lo sé.
Lo sé con su raíz hundida en mis lagunas ancestrales
y maldigo y grito y canto cada vez que alguien viene a recordármelo.
Quisiera matarlos, entonces.
Quisiera matarlos tanto
que les haría el amor furiosamente
susurrándoles −como sagrados insultos
como obscenidades tiernas−
cada una de esas condenadas palabras.

Porque detrás de la poesía está la sangre.
Y porque yo sólo creo en el alma
como en algo en lo que puede huirse y escarbarse
ese lugar oscuro donde uno se desnuda muy despacio
y se acurruca quedamente a recordar cómo se urdían
los cauces más hermosos del horror.

Oh, dioses. En el fondo sé
que lo que quiero es ser
ceniza de poesía
que lo que quiero es arder
hasta morir perpetuamente por esta piel que se despeña.






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