[En respuesta a
esta carta.]
Querido mío:
Después de pasar todos estos años huyendo de ciertas cosas, siempre he sido consciente de que un pensamiento límpido e inmisericorde se iba asentando en mi cabeza como un aroma penetrante de flor bella y moribunda; y ahora que te leo como hundido en sangre, su azote me alcanza con tus trazos como una certeza ineludible: Nosotros fuimos al mismo tiempo, mi adorado, nuestro más hermoso comienzo y nuestro más despiadado final.
No importa cuánto nos amáramos entonces, lo sabes, cuanto hubiéramos de amarnos todos entre nosotros, imbricados y fundidos y siendo carne de oleaje como pájaros felices de arder hasta extinguirse en el crepúsculo. No importa cuánto supiéramos mutuamente de ese abismo, porque al final todos renunciamos extrañamente a él aún no sé decir muy bien por qué razón, por qué demoníaco motivo impuesto por una tierra pretendidamente divina y que al vencernos finalmente lo único que consiguió fue despojarnos de lo bello, hacernos renunciar, correr hasta olvidarnos de nosotros mismos (de los otros nunca, claro, cómo olvidar, cómo saber olvidar alguna vez todo lo que nos recorrió entonces, toda la piel que nos creció mientras aullabas a la luna, amado mío, todo aquello que nos contemplaría fijamente la nuca y la bañaría con su aliento sin morderla toda la vida desde entonces, toda la vida).
Recuerdo esa pira también en aquella noche sin adornos, la noche en la que nos arrancaron algo tan preciado e irrepetible, algo que yo había intentado arrancar insistentemente de mí misma, comprendiendo en el fondo que uno no puede extirparse las vísceras por mucho que le duelan, por mucho que quiera aferrarlas y hundir su rostro en su encarnado resplandor. Lo pensé hace tiempo, mi exquisito y dulcísimo diablo, aunque nunca te lo dije, pues ya sabíamos hace mucho que los artistas nunca fueron criaturas inocentes, salvo él, él tal vez sí. Porque nosotros, tú y yo, sabíamos del horror y de la noche, pero en él hasta la infamia más perversa estaba recubierta siempre de un invariable fulgor blanco (por eso se lo llevaron antes, claro, dejándonos a ti y a mí aquí, hundidos hasta los pulmones en lo negro y fingiendo no saber o no entenderlo, ¿no es así…?).
Pero sí, huir, huir siempre. Y, sin embargo, ahora no puedo evitar pensar Míranos, de qué teníamos miedo, qué hubiera podido ocurrir que fuera tan terrible si al final siempre nos ha aguardado la muerte, de dónde salió ese pánico si éramos jóvenes, si teníamos la sangre y la risa necesarias, qué hubiéramos perdido realmente comparado con esto, hubiese sido siquiera comparable.
Ya no sé, mi bello diablo (ay, si yo hubiera nacido hombre, qué magnífico hubiera sido competir yo también por esos títulos, acaso incluso hubiese conseguido hacerte sentir encantadoramente amenazado, querido, no lo niegues), yo ya no soy nada, el mundo no me teme a mí sino a mi Hijo; pero si somos al menos la mitad de abominables de lo que nos han llamado, tal vez nos atrevamos a ser verdaderos monstruos en otra vida. Quizás entonces conseguiríamos que ellos callaran, que fueran ellos los que sintieran el terror con el que nos hemos permitido ineptamente asesinar, y nosotros lograríamos ser al fin hermosos seres de retales, ofensiva carne de discurso delicado y atroz como una guadaña de plata, como ese azul bestial que nos lleva asolando desde que se lo llevó a él. Incluso así tú y yo seríamos negros siempre, no te engañes; pero de este modo tal vez su estrella brillaría más tiempo esta vez, y la vida no consistiría en una mera obstinación absurda en parecerse lo menos posible a la vida.
Sé que hablo como una reina y sin embargo en esta tierra sólo gobierno sobre cosas inertes. Ni siquiera encuentro la voluntad necesaria para pedirte que te quedes, que no me abandones tú también, porque yo hace ya muchos años que me fui dejándote a tu suerte en este mal cauterizado desierto. Te he amado como a él, como a ellos, como a nada; y aun así resolví morir y nos abandoné a todos. Tú, el más infame, el más vilipendiado, insaciable pecador, ángel caído inagotable, al menos has tenido la educada deferencia de anunciarme tu muerte.
Porque vas a morir allí, hermano mío.
No, yo ya no soy nada en este mundo, y no obstante voy a permitirme aún una última osadía: Si, ebrio con el fantasma incandescente de los días, con la tinta y el hastío infectando y devorándote las venas, te encuentras de pronto con un filo a punto de trazar una luna inigualable en tu hermoso cuello inglés de tentador; recuerda cómo éramos entonces y piénsalo un momento antes de irte, mi diablo. Piénsanos: tú, yo, lo que sabíamos.
Y luego piensa en ellos, en esa raza ridícula.
Si todavía te queda algo de ti mismo (que no lo dudo, pese a lo que puedas decir no existe lugar lo suficientemente profundo donde desvanecerte del todo en este lado de las cosas) sé que estallarás en una soberbia y agria carcajada. Indudablemente, hemos cometido un crimen.
No tengo más que añadir. Si hoy, si ahora mismo dijera que te voy a echar de menos, sería una mentira feroz: Nosotros, nosotros, querido mío, llevamos añorándonos toda la vida.
Aguárdame en las llamas, mi adorado. Cuando mi única y última función se haya cumplido, cogeré tu mano (y −si existe algún dios por primera vez convenientemente vengativo− también la suya), mientras comienzas a susurrarme en la eternidad abrasadora todos esos versos que juramos que jamás podrían hacernos olvidar.
Siempre tuya,
Mary Wollstonecraft Shelley